"Ella", La que debe ser obedecida
Dos de los textos en cuestión.
Cuando yo tenía ocho o nueve abriles, la literatura infantil y juvenil estaba firmada por autores como Julio Verne y sus viajes extraordinarios, el alemán Karl May y sus aventuras del indio Winetou o la inglesa Enid Blyton y sus misterios de Los cinco y Los siete secretos. Dadas a la estampa por casas tan entrañables como Bruguera, Editorial Molino o Juventud, eran "lecturas edificantes", que las llamaban mis mayores. La crítica literaria, sobre todo la actual, las califica de forma muy diferente. Adquiridas a menudo en aquellas queridísimas librerías-papelerías de mi infancia, fueron el regalo ideal de la Primera Comunión, de la visita que llegaba a casa o de ese Día del Libro que acabamos de celebrar. Todas las primaveras, a mí me caían dos o tres. Pero entre aquellas "lecturas edificantes" nunca llegó, Ella (1887) de H. Rider Haggar.
De ese oscuro funcionario colonial que fuera en vida sir Henry Rider Haggard sólo circulaba -o así lo creo- Las minas del rey Salomón (1885). De Ella, "la que debe ser obedecida" tuve noticia en una de aquellas tardes en el cine España, de mi sempiterno Campamento, en que La diosa de fuego (Robert Day, 1965), la adaptación de la Hammer del relato en cuestión, era el plato fuerte del programa doble. La historia me dejó tan fascinado como la inmortal belleza de Ella a cuantos la miraban "Éramos como fumadores de opio desahuciados, que comprendíamos en los momentos lúcidos lo mortal de nuestro empeño, más no queríamos dejar de gozar de sus terribles delicias", apunta Rider Haggard en la páginas 195 de mi edición[1] . Pasaron casi cuatro décadas, que me cambiaron la infancia por esa vida adulta -no apuntaré madurez- con la que no me acabo de hacer. Comprendí que Rider Haggard escribía tan fantásticas aventuras para huir de su monótona existencia. Pero mi recuerdo de aquella cinta -que no tuve oportunidad de volver a ver, al igual que no me fue dada la primera versión- permanecía incólume.
Ya en el fin de siglo, hará ahora once o doce años, en un Día del Libro como el que acabamos de pasar, curioseando en uno de esos tenderetes que ofertan restos de ediciones, di no sólo con Ella, sino con toda la tetralogía de la que forma parte: Ayesha (1905), Ella y Allan (1921) e Hija de la sabiduría (1923). La vida es maravillosa porque tiene cosas así. En un viaje a Lisboa en 2008 pude hacerme con el filme de Day con la misma satisfacción que unos meses antes adquirí la primera versión, dirigida por Lansing C. Holden e Irving Pichel en 1935. Su productor fue un Merian C. Cooper en el que aún resonaban los aplausos obtenidos en King Kong, que codirigió junto a Ernest B. Schoedsack en 1933. Pero es de los dos primeros tomos de la tetralogía Rider Haggard de lo que vengo a hablar en este post...
I
Dos son las cajas chinas que guarda este subyugante relato en la "introducción" que nos presenta su editor apócrifo. Dicho prólogo en sí sería la primera. En él se nos da noticia de la existencia de una singular pareja, que el responsable de la publicación del texto conoció tiempo atrás durante una estancia en el campus de Cambridge. Se trataba de la formada por dos hombres: uno -Horace Holly- era un profesor que llamaba la atención por su fealdad; el otro, mucho más joven -Vincey-, por su apostura. Sería aquél quien, al cabo de los años, habría de remitir al editor el manuscrito, que nos disponemos a leer, con una carta donde se refiere la relación que le uniera a su "pupilo Leo Vincey".
Dicha misiva, bien podría ser la segunda caja china o muñeca rusa. En sus líneas se nos habla de la amistad que uniera al padre de Vincey con Holly. Tan estrecho fue el lazo que hubo entre los dos hombres que aquél, ya en trance de muerte -tras contar a Holly que pertenece a una de las familias más antiguas de la tierra, oriunda de la Grecia clásica-, le encomienda la tutela de su hijo. Cuando el profesor acepta, su amigo le da un misterioso cofre con la orden de que no sea abierto hasta que el pequeño cumpla veinticinco años.
Pasado el tiempo, alcanzada por Vincey la mitad de la veintena, cuando el misterioso cofre es abierto, la carta de su padre -que se encuentra en él- nos habla de la leyenda inscrita en el vaso de Amenartas. Junto a otros documentos nos transporta hasta una hermosa mujer blanca que vive en un recóndito y misterioso lugar de la costa de Madagascar. Al parecer, guarda una estrecha relación con la familia Vincey. En busca de ella fue el Vincey padre y en busca de ella partirá el Vincey hijo.
Como no podía ser de otra manera, Holly y su criado, un tal Job, le acompañan en su viaje África. Junto al árabe Mahomet, son los únicos supervivientes al naufragio del barco que les lleva por las costas de Zanzíbar. Perdidos en una región pantanosa son recogidos por unos extraños nativos que les esperaban. La tropa está capitaneada por un afable viejo -Billali- a quien Holly -quien subjetiviza en todo momento la narración-, observando la costumbre de su gente, comienza a llamar "padre".
Telegrafiándonos, sin duda, la singularidad del lugar que se nos anuncia, las mujeres que acompañan a los nativos se permiten elegir a cuantos hombres les gustan en el más puro amor libre: el bello Vincey será el elegido por Ustane. Comienza así una peregrinación hacia una extraña ciudad excavada en las rocas -Kôr-, a la que sólo se accede tras adentrarse en la peligrosa región de los pantanos.
Durante el viaje, en ausencia de nuestros amigos, estarán a punto de ser comidos en un festín celebrado. Cuando Billali, de regreso, les detiene y les anuncia que la venganza de "Hiya" será implacable, los frustrados antropófagos sostienen que sólo querían comerse al árabe, ya que la reina sólo dijo que se tratara correctamente a los blancos.
Una vez en la corte de Ella, Ayesha, "la que debe ser obedecida", la enigmática y déspota soberana, ordena la muerte, entre los más crueles suplicios, de quienes intentaron comerse a sus huéspedes. No hay clemencia para los condenados. Ni siquiera se digna a escuchar sus argumentos. Hecha su justicia, confiesa que tiene más de 2.000 años.
Ella fue la que amó al griego Kalíkrates, un antepasado de Vincey, a quien asesinó al no ser correspondida por el heleno, casado con la egipcia Amenarta. Y penó por ello durante los más de 20 siglos transcurridos desde entonces. Habida cuenta del asombroso parecido de Vincey con su ancestro, ve en él su reencarnación y acaba por ello con Ustane mediante sus prodigiosos poderes. Vincey condena en un primer momento el nuevo crimen. Pero la belleza de Ayesha -quien ha de cubrirse permanentemente puesto que todos los hombres que la contemplan enloquecen ante tanta hermosura- le hace olvidar pronto, cayendo así en los brazos de la enigmática soberana.
Será Ayesha quien, ante el impresionante osario formado por los restos de los primeros habitantes de Kôr, les cuente el final de los primitivos vecinos de su ciudad, víctimas al parecer de una epidemia. Llegado el momento de unirse a Vincey, Ella lleva a nuestros amigos al Recinto de la Vida. Es éste un desolado paraje. Se extiende detrás de un insondable precipicio -recuerda poderosamente el que guarda la morada del templario de Indiana Jones y la última cruzada (Steven Spielberg, 1989)-, donde sólo se puede acceder en el instante preciso que el camino es iluminado por un rayo de luz. Seguro que Heck Allen, autor de la novela en la que está basado El oro de Mackenna (J. Lee Thompson, 1969), o Carl Foreman, el guionista de este western que vi en el cine Astoria del Paseo de Extremadura hace cuarenta y un años y aún recuerdo con placer, leyeron a Rider Haggard. Desde luego, el procedimiento que indica la fisura entre las rocas que lleva al desfiladero del oro en la película así lo da a entender.
Pero volvamos con "La que debe ser obedecida". Una vez en el inquietante ámbito del Recinto de la Vida, Ella atraviesa un fuego, descubierto por el sabio ermitaño que allí habitó. Es la llama donde arde la existencia eterna. Cuando intenta volverlo hacer, esta vez acompañada por Leo, comienza a envejecer repentinamente hasta quedar consumida por completo. Antes de ello le pide a Vincey que no la olvide, que comparezca su vergüenza y le jura que volverá bella.
Al igual que aquella tarde, de hace cuarenta y cinco años, en que tuve oportunidad de ver Ella, la cinta de la Hammer, esta historia me parece una de las más hermosas de todas las que he llegado a conocer.
II
Ayesha
A grandes rasgos, todos los mecanismos de los que Rider Haggard se vale para estructurar esta secuela de Ella vienen a ser los mismos que los utilizados en el original.
Veinte años después de la publicación de la primera aventura, el supuesto editor recibe un manuscrito en el que Holly le refiere la nueva búsqueda de Ayesha. En este caso, el exotismo del escenario, pasa de África a Asia. Así, tal y como Leo imaginara en sus sueños, Ayesha se encuentra en un recóndito rincón próximo al Tíbet, reina ahora en una antigua colonia fundada por Alejandro Magno. Antes de llegar hasta ella, nuestros héroes habrán de enfrentarse a los rigores de las altas cumbres que rodean el lugar. Sabrán también de la sabiduría de los lamas. Será precisamente uno de ellos quien, a través de uno de los recuerdos de una encarnación anterior, dé a Leo y a Holly la primera referencia del paso de la mujer por allí. Ayesha era entonces una sacerdotisa que acompañaba al ejército de Alejandro. Cierto día, se desnudó para que el lama rindiera "tributo" a su belleza y el religioso se dejó llevar por la sugerencia para su arrepentimiento eterno. Curiosamente, ese breve fragmento, es el que más me ha impresionado de toda la narración.
En esta ocasión, el reino mítico -oculto tras un glaciar- es Kaloon. Holly y Leo llegan a él desfallecidos tras las penalidades sufridas en el hielo. La Khania -reina-, Atene, y su fiel sacerdote, que estaban al corriente de la llegada de nuestros amigos, se hacen cargo de los maltrechos viajeros en la corte. Bella como Ella, Atene no tarda en enamorarse de Leo. Este, aunque también se siente atraído por la reina, la rechaza argumentando que su corazón ya pertenece a Hesea -nombre que aquí recibe Ayesha-. Atene le confiesa entonces que ya fueron amantes en una existencia anterior. En efecto, dentro de esas vidas anteriores que los tres tuvieron en el Egipto faraónico, Atene fue la Amenartas que disputara con Ella el amor de Kalíkatres, el sacerdote griego que fuera entonces Leo. No obstante lo cual, nuestros héroes prefieren partir en busca de una autoridad superior del lugar, una sacerdotisa en la que, no carentes de acierto, adivinan a Hesea.
Para huir de su dorado cautiverio, pues eso acaba siendo para los dos ingleses su estancia en el palacio, se valen de los caballos que le facilita el Khan, celoso del sentimiento que Leo inspira a la Khania. Pero, lo que en un principio aparentan ser facilidades para la marcha, no son sino una argucia para convertir a los forasteros en la pieza a cobrar en una de las cacerías que el desalmado y enloquecido monarca organiza para satisfacer a su jauría. Todo ello pese a que Hesea ha dado la orden de que no se haga ningún mal a los extranjeros.
Ya en la corte de Hesea, ésta no descubre su verdadera identidad hasta que Leo no asegura que la seguiría queriendo a Ayesha aunque esta fuera la terrible anciana que imaginamos tras todas esas túnicas y velos con que se nos presenta en las primeras páginas. Muy por el contrario, merced a uno de sus prodigios, Ella sigue siendo bella. Una vez casada con Leo, su unión no es todo lo feliz que se imaginaba: Ayesha le dice que espere para consumarla.
Por su parte, Atene, que no está dispuesta a renunciar a Leo, declara la guerra a Hesea. A resultas de ella morirán Atene y Leo. Ayesha se une a su amado en la eternidad merced a uno de sus prodigios.
[1] Ella H Rider Haggard. Edicomunicación (Barcelona, 1996).
Publicado el 28 de abril de 2011 a las 13:45.